Mientras estuvimos en Africa, mis padres jamás desatendieron mi educación, aunque no pudiera asistir diariamente a un colegio, como lo hacían la mayoría de los niños de mi edad en España.
Mi madre se encargaba de mantener una rutina con mis deberes y para ello, tenía que hacer un gran esfuerzo porque yo intentaba escabullirme constantemente.
También vigilaba que mi comportamiento en la mesa, a la hora de comer, fuese correcto, que ayudara en las tareas del campamento, que me lavase los dientes, que ordenara mis cosas etc.
Mantener el pulso con la educación de un hijo en Africa, resultaba especialmente difícil, ya que nuestras costumbres en nada tenían que ver con lo que me rodeaba y la realidad que veían mis ojos.
Recuerdo como repasaba insistentemente las tablas de multiplicar en el camión mientras viajábamos, la lectura del Principito o de Juan Salvador Gaviota.
Alguna vez, las páginas acabaron negras por lo sucias que tenía las manos y mamá se enfadaba...
Nunca sabré cómo agradecerle ese esfuerzo tan grande que hizo, en aquellas circunstancias tan especiales como las de nuestro viaje por el Sudán.
Mi padre asumía otra parte totalmente distinta, pero muy necesaria para sobrevivir allí: cazar, pescar, reparar los camiones, salir de excursión etc. Actividades que yo vinculaba con el juego y la diversión y para las que siempre estaba dispuesto.
Mis padres hacían un gran equipo. Con ambos, cada uno a su modo, disfruté de una experiencia inolvidable, de una educación maravillosa.
.